La cicatriz cutánea se define como la alteración macroscópica de la estructura y función normales de la piel, originada por la aparición de tejido dérmico fibroso de reemplazo, que se desarrolla tras la curación de una herida, bien sea traumática, quirúrgica o por una quemadura.
Las cicatrices se producen como parte de la respuesta fisiológica normal del organismo a una alteración de la integridad de cualquiera de los tejidos que lo componen. Según su aspecto y desarrollo, pueden clasificarse en normotróficas, atróficas, hipertróficas y queloides.
Se estima que más del 30% de la población tiene alguna cicatriz en alguna parte de su cuerpo, y aunque en muchos casos son imperceptibles, en otros pueden ser bastante visibles debido a su apariencia. El tejido cicatricial se caracteriza porque no posee vello ni células formadoras de pigmento ni glándulas sebáceas, de manera que su apariencia es bastante diferente a la del resto de la piel que la rodea.
Las cicatrices pueden tener además de un impacto funcional, un impacto estético importante que a su vez puede provocar una afectación psicosocial en aquellos pacientes que las padecen. La cicatrización, a pesar de ser un proceso fisiológico de reparación, ocasiona con frecuencia consecuencias médicas indeseables, como dolor o prurito, déficits funcionales, restricción de movimiento (por contracturas sobre las articulaciones) e importantes secuelas estéticas a nivel de la estructura de la dermis (cambios en la textura, color y elasticidad), que en muchos casos pueden afectar a la autoestima de las personas que las sufren.
Hoy en día existen multitud de tratamientos médico estéticos, más o menos invasivos, que ayudan a reducir la visibilidad y apariencia de las cicatrices tanto antiguas como nuevas.